María Teresa sabía cómo ocupar lugar en el mundo.
No solo por su tamaño físico - padecía de obesidad - sino que sabía cómo hacerse notar. No solo lo sabía, sino que le salía natural. Lo disfrutaba. Caminaba por el mundo como si le perteneciera. No era de su interés pasar desapercibida, y poco le importaba si las miradas que atraía eran de admiración o de juicio.
A María Teresa le gustaba traer su mundo de fantasía a la realidad. En una oportunidad contó, entusiasmada, que había visto un partido de polo con Susana Giménez. Lo decía como si ella fuera su amiga. Con el tiempo se supo que, a lo que se refería, era que había visto el partido por la televisión, donde la diva aparecía en la tribuna. Pero para María Teresa, esos detalles eran irrelevantes. En su historia, ella se codeaba con las grandes estrellas.
A María Teresa le gustaba también cocinar. Y no importaba si sus platos no eran tan buenos como los de su madre, eso no la detenía. Llevaba sus pasiones hasta el extremo, convirtiendo la cocina de su casa en un secadero de embutidos, con chorizos colgando del techo.
María Teresa dedicó gran parte de su vida a ayudar a otros, ya sea en la Cruz Roja o en la política. Le gustaban los perros, las películas de Disney. Disfrutaba de la lectura y los boleros, y aunque no siempre se supiera las letras, los cantaba con fervor, sin un atisbo de vergüenza.
María Teresa, también, prendía una vela cada vez que yo tenía un examen y me decía que la abrace bien, “más fuerte”.
María Teresa era mi abuela.
Recuerdo una de las últimas palabras que le escuché decir: fue mi nombre. “Nati” dijo con una mezcla de sorpresa y alegría al verme en el hospital. También con cansancio, por su cuerpo agotado, y quizás con una pizca de tristeza por lo que se avecinaba.
María Teresa falleció en 2016, y a pesar de todos estos años, aún recuerdo su voz pronunciando mi nombre como si hubiese sonado hace segundos. También recuerdo la última vez que la vi. Estaba en coma, entubada, pero con las uñas pintadas y su cutis inmaculado, como siempre. No sabía que esa era la última vez que la vería. No imaginaba que, unos días más tarde, esos más de cien kilos de masa corporal que ocuparon tanto espacio en la vida de los demás, se reducirían a un puñado de cenizas.
Escribo esto en un cuaderno viejo, donde tengo también apuntes de las clases de portugués que tomé en la universidad. Un idioma que me conecta más con mi otra abuela, María Alsina, mi abuela materna nacida en Portugal. María Alsina nunca fue la abuela que uno suele imaginar, la que está siempre disponible para cuidar y ofrecer consuelo. Más bien, su vida gira en torno a un mundo propio, donde, a veces, son los demás quienes deben velar por su bienestar.
No sé si María Teresa cumplía el rol de abuela idílica que uno ve en las películas o escucha en historias de otras personas. María Teresa tenía mucha personalidad para caer en el rol de mujer suave, cuidadora y receptiva. Más bien, ella era independiente, activa y luchadora. Sin embargo, María Teresa, sin perder sus formas, supo ser una gran abuela. Quizás es cierto que no preparaba los platos de comida más rica, pero se encargaba de aprender las recetas de los platos que me gustaban. Sí, no me llevaba a jugar a la plaza, pero llenó su patio con juguetes, hamacas, pileta y hasta un aro de básquet para que yo tuviera siempre diversión asegurada. Y si bien no la veía tan seguido como mis amiguitas del colegio veían a sus abuelas, María Teresa sabía cómo estar presente. Presente en mi vida, en este mundo y en el que está más allá.
Han pasado nueve años desde su partida y, aun así, sigo encontrándola en este mundo. En el colibrí que, mientras escribo este texto, se posa, ligero y fugaz, en la galería del jardín de su casa. En el perfume español que mi mamá me regala, para que recuerde su aroma perdido. En la sonrisa de una señora mayor que conozco, que me recuerda a la de mi abuela, como si el tiempo no hubiese borrado su esencia. En mis sueños donde ella aparece y susurra palabras que solo nosotras podemos escuchar. En el “¡esa es mi negra!”, que me dice mi amiga cuando está orgullosa de mí, pronunciando las mismas palabras que me decía mi abuela, aunque nunca se hayan conocido. En las dos focas que saltaron bajo la luz de la luna llena, el día que arrojé sus cenizas al mar.
Cuando María Teresa decidió retirarse de este mundo, yo tenía diecinueve años. Aunque habíamos compartido muchos momentos juntas, sentía que había facetas de ella que nunca llegué a descubrir. No tuve la oportunidad de preguntarle cómo fue su niñez, ni cómo era su padre, a quien nunca conocí. ¿Quién fue su primer amor? ¿Y cómo se sintió al enterarse de que el hombre con quien se iba a casar había fallecido en un accidente de tránsito? ¿Qué pasó por su mente cuando supo que iba a ser madre? ¿Y abuela? ¿Qué consejo o palabras de consuelo me daría cuando el mundo se desmoronara ante mi primer corazón roto? ¿Le hubiera gustado mi arte? ¿Haría alarde de él como lo hacía con mis fotos de pequeña? ¿Le gustaría el budín que preparo con los limones que saco del árbol de su casa? Todas esas respuestas viven en mi imaginación. Tomo recortes de viejas conversaciones e intento crear nuevos diálogos, como si eso pudiera, aunque sea por un rato, traerla de vuelta.
Pese a que la ciencia y la lógica me aseguran que María Teresa ya se fue de este mundo, mi abuela prevalece y descubro nuevas capas de su ser que guardo en mí como tesoro. Relatos de mi padre, sus viejas pertenencias y detalles en fotos que nunca había notado, se abren paso y revelan viejos mundos que ella supo habitar.
Creo que los objetos que hacemos propios llevan nuestra energía, incluso después de la muerte. No solo eso, sino que una simple pieza puede abrir la puerta a una gran historia. Y ese fue el caso reciente con María Teresa. Sabía que mi abuela tenía una cierta coquetería, pero en su gusto y estilo veía algo que me parecía poco refinado, y solía pensar que sus elecciones no estaban a la altura de lo que se considera elegante. Cuando tuve que revisar sus pertenencias y decidir con qué iba a quedarme, descubrí que heredaba una cantidad inconmensurable de bijouterie de fantasía. Pulseras de plástico, aros de un strass dudoso y cadenas de falso oro que me sacaban sarpullidos. Contenedores llenos de baratijas que nublaron mi visión y no me permitieron ver que había ciertas cosas de gran valor, no solo sentimental y económico, sino que eran piezas de diseño, calidad y con muchos años a cuestas. Con el tiempo, fui limpiando las pertenencias que decidí quedarme. Y fue así que, entre tanto exceso, emergieron esas piezas que nunca había notado.
Fue después de muchos años, y gracias al consejo de alguien que entiende del tema, que me di cuenta de la colección de relojes que tenía mi abuela. Yo, que pensaba que todo eso era más un atisbo de lujo que un lujo real, me quedé sin palabras al descubrir que, entre los más de diez relojes que María Teresa atesoraba, la gran mayoría de ellos eran suizos, e incluso algunos, fabricados por reconocidas compañías de lujo.
Fue con la ayuda de un relojero de confianza, que descubrí un rincón oculto del enigmático mundo de mi abuela, un mundo que aún tenía secretos por revelarme. Mientras el relojero, con sus lentes de aumento, desarmaba una de las piezas que le llevé, me preguntó si mi abuela tenía alguna afición por los relojes. Le respondí que no lo sabía, que nunca le había prestado atención al hecho de que usara uno, ni la había oído hablar de ellos. Sin embargo, él, muy confiado, me aseguró que no había duda de que a mi abuela le gustaban los relojes, y no solo eso, sino que a María Teresa le interesaba que estos funcionaran a la perfección. Al abrir la tapa del reloj, me mostró las marcas evidentes de reparaciones pasadas, indicios de que mi abuela lo había cuidado y hecho reparar varias veces a lo largo de los años.
Salí de la relojería descubriendo algo nuevo. A mi abuela le gustaban los relojes, pero no cualquier reloj: le gustaban los relojes que hablaban de tiempo y de historia, los relojes de calidad. Ahora, María Teresa se me revelaba como una mujer con un profundo amor por la artesanía, por esos detalles que solo el ojo atento sabe apreciar, por la sofisticación que habita en lo bien hecho. Ya no solo usaba bijouterie de fantasía; ahora caminaba por el mundo con relojes suizos de oro. Las piezas del puzzle terminaron de encajar cuando mi padre me cuenta que María Teresa tenía un relojero de confianza. Una nueva faceta se me es revelada: en ella existía una lealtad y confianza en el trabajo bien hecho, apreciaba la calidad y el cuidado en sus objetos más preciados.
Este texto lo escribí el lunes 17 de marzo, y ahora, al programar el envío, me doy cuenta de que será enviado en una fecha especial: el 19 de marzo. Un día como ese, pero en 1943, nacía María Teresa. Sin planearlo, hoy, en su 82° cumleaños, se me presenta nuevamente su presencia en cada palabra.
Así como las partículas de tu vida se acercan a la mía, abuela, espero que esta carta te llegue en ese pedacito de mar donde descansa tu alma. Te pienso, te abrazo, y aunque no pueda oír tu voz, siento que siempre estarás cerca.
Con todo mi amor, tu nieta.