Yo sólo quiero cantar mi canto
Pero no quiero cantar solito
Yo quiero un coro de pajaritos
Quiero llevar este canto amigo
A quién lo pudiera necesitar
Yo quiero tener un millón de amigos
Y así más fuerte poder cantar
Ayer llegué a mi casa gritando internamente: amo a la gente. Me he encontrado muchas veces queriendo mantenerme lo más alejada posible del tumulto de personas. Como cuando vas a la playa en temporada alta y buscas el lugar más apartado de la multitud, o cuando entras a una cafetería y elegís la mesa del rincón, donde no podés escuchar las conversaciones ajenas. Los murmullos, el ruido, los movimientos eclécticos de las personas pueden causarme cierta molestia, pero cuando camino más allá de eso, cuando me animo a dar un paso hacia el mundo del otro y me permito habitar la pregunta ¿quién es, en verdad, este ser humano que tengo delante?, es ahí donde mi mundo se expande. Las barreras que nos separan pueden ser tediosas, pero si logramos atravesarlas, descubrimos que, en esencia, las personas son fascinantes.
Aprendí a amar a las personas cuando reconocí que todo lo que existe dentro de ellas es un simple reflejo de lo que existe en mí. “Todos somos humanos; por lo tanto, nada de lo humano puede serme ajeno”, dijo Maya Angelou, inspirada en las palabras del dramaturgo romano Publio Terencio.
“Homo sum, humani nihil a me alienum puto,”
"Soy un ser humano, nada de lo humano me es ajeno."
Publio Terencio - 165 A.C.
Nada humano puede serme ajeno porque aquellas personas que llamamos desconocidas representan una parte nuestra que aún no hemos dado a conocer. Todo lo que experimentan los demás —sus emociones, luchas, alegrías, contradicciones— también existe en nosotros de alguna forma. No estamos separados de la humanidad del otro, porque compartimos la misma esencia.
¿Cómo me va a ser ajena una emoción humana si yo también la tengo? ¿Cómo podría rechazar la envidia si, en algún momento, también la he sentido? ¿Cómo podría juzgar el miedo ajeno, si más de una vez me ha paralizado? ¿Cómo podría mirar mal a quien encarna la soberbia, si eso me convertiría en soberbia a mí también? ¿Cómo podría apartarme de quien desea con vehemencia, si esa misma pasión también arde dentro de mí, aunque a veces intente silenciarla? No se trata de catalogarme con esos adjetivos y decir “soy envidiosa” o “soy soberbia”, pero no puedo negar que, en algún momento de mi vida, me guste o no, lo he sentido. Emociones transitorias de las cuales ninguna me es completamente ajena.
Pienso que abrirle la puerta a quien está enfrente es también abrirnos la puerta a partes de nuestro ser en las que aún no nos habíamos adentrado. En un punto, conocerte es también conocerme. Y puede sonar trillado, pero la experiencia me da la razón: las personas que conocemos siempre tienen algo para obsequiarnos, justo lo que estamos necesitando en ese momento. Aunque a veces no lo sepamos.
Escribo esto el día después del primer encuentro presencial del año de Colmena1. Un día que, sin dudas, quedará en mi memoria por mucho tiempo. Cualquier persona que haya sido parte de un grupo de amigos sabe que organizar un encuentro es un desafío. Coordinar día, horarios, ganas, punto en común y lugar parece un acto que requiere no solo buena voluntad, sino una suerte de conjunción de circunstancias. Las rutinas, distancias y compromisos de la adultez hacen que la coordinación sea casi matemática. Por eso lograr el encuentro no solo precisa deseo, sino también la disposición de poner la energía en movimiento. Pero, además, lograr que la reunión se dé entre personas que nunca se habían visto cara a cara, incluso que no sabían sus nombres, sí que se sentía como algo que solo la buena suerete podía lograr.
No sé si fueron planetas alineados, suerte, deseo o voluntad, pero ocurrió. El domingo 23 de febrero hubo algo que nos llevó a estas seis “desconocidas”2 a encontrarnos en un café en Devoto. Éramos menos de un cuarto de las personas que forman parte de Colmena, pero, a lo largo de los años, fui descubriendo que siempre están las personas que tienen que estar. Y por una razón que desconozco, esa tarde de verano éramos esas seis mujeres —María, Paula, Florencia, Justina, Bárbara y Natalia— quienes tenían que encontrarse.
En el café nos esperaba una mesa redonda reservada, como si supieran que nuestro grupo se llama Colmena y que los panales de abejas tienen una forma cilíndrica. Como si supieran que una de las bases de este grupo es el encuentro de igual a igual. Una mesa redonda nos pone a todas en la misma posición, sin cabeceras que marquen jerarquías, sin distancias que separen. En una mesa redonda no hay un centro de poder: todas somos el centro. Todas tenemos un lugar, una voz, una importancia. Y así es Colmena. Un espacio donde cada persona que llega aporta, crea, nutre y transforma.
Una reunión que pensaba que duraría tres horas terminó durando cinco. Sumergidas en risas, abrazos, comida rica, oráculos y conversaciones profundas, un poco místicas tal vez, estas “desconocidas” pasaron la tarde con una única certeza: cuando se dan el permiso de abrir su corazón frente a otro, esos corazones se expanden.
La energía que emanábamos era tan magnética que, igual que una Colmena que atrae a más abejas, las personas que trabajaban en la cafetería, e incluso otros clientes que estaban tomando su café, comenzaron a acercarse a nuestra mesa para preguntarnos qué estábamos haciendo, de qué trataba el evento y si podíamos sacarles cartas de los oráculos que estábamos usando. Sin planearlo, el círculo se abrió aún más y nos recordó que, cuando compartimos con autenticidad, la conexión se expande naturalmente.




Y si bien siempre las reuniones son online, hay algo en la presencia física que añade un dimensión más profunda. Creo que tiene que ver con la experiencia de sentir. Sentir la piel de la otra persona en un abrazo, la sensación en mi cuerpo que me transmite su energía, su sonrisa que ilumina el espacio, y el tono de su voz sin la interferencia del parlante de la computadora. También el reconocimiento de dos almas saludándose cuando sus ojos se posan en los míos.
Esta no es la primera vez que me encuentro con chicas de Colmena, pero sí la primera reunión más organizada. Siempre fue un deseo latente encontrarnos en persona, pero fue Pau quien dió el primer paso el año pasado y me propuso de un día para otro juntarnos a tomar un café. Su necesidad de conexión me conmovió. Era tan grande que ella ni siquiera necesitó haberse sumado a una reunión online de Colmena para saber que quería conocernos. Así que, al otro día, Cami, Caro y yo, nos fuimos temprano a un café en Caballito a conocer a Pau. La presencia nos permitió enriquecer la conexión que ya se cultiva en los encuentros online.
Meses después, a fines de 2024, con Cami —que aparte de ser parte de Colmena es amiga de toda la vida— hicimos un viaje a Córdoba, provincia donde vive Mari, quien está en Colmena desde el primer momento. Acá aclaro con orgullo que Colmena es un grupo muy federal, hay chicas de muchas provincias del país, y de a poco está empezando a ser incluso internacional. Ya instaladas en Córdoba, nos damos cuenta de que la oportunidad de conocer a Mari estaba a un mensaje de distancia, y así es que no solo nos animamos a escribirle, sino que fuimos a por todo. La esperamos con rica comida y la invitamos a hacer un pijama party. Así fue que Mari se tomó un micro desde Córdoba Capital hasta Bialet Massé y vino a ser parte de nuestras vacaciones.
Para concluir los relatos, el último encuentro con una de las mujeres de Colmena fue hace unas pocas semanas. Dani es parte de esta comunidad hace tiempo, y a pesar de que a todas las chicas de Colmena siento que las conozco de toda la vida —por este hilo invisible que de algún modo nos une— no fueron tantos los encuentros que compartí con ella, por lo tanto, había detalles de su vida que se me escapaban. Es por eso que un día, organizando la logística para enviarle una lámina, nos damos cuenta de que vivimos en la misma localidad, pero eso no es todo, sino que ¡vivimos en la misma calle, a solo una cuadra de distancia! Somos vecinas y nunca lo supimos. La vida y sus sutilezas siempre me parecerán maravillosas. Como esta Colmena tiene una sed enorme de conectar, a la mañana siguiente Dani estaba en mi casa compartiendo un desayuno conmigo y con mi mamá. Nos mirábamos y nos reíamos, había tanto en común que el sentimiento pasaba de la sorpresa a la certidumbre de que hay algo mayor orquestando todo de forma perfecta.



En Colmena, nos reunimos en torno a lo visible: una videollamada, una conversación, un café compartido. Pero lo que realmente nos une es lo que no se ve, la energía que nos atraviesa y nos conecta más allá de las palabras. A veces, basta con saber que formamos parte de algo más grande. Y Colmena se trata de eso, de hacer visible ese entramado invisible que nos une a todos.
Todo está conectado, y la vida siempre se encarga de darme la razón.
Ayer, hablando con las chicas sobre el comienzo de Colmena, les contaba que surgió como una necesidad después de volver de mi primer viaje sola. Para mí los viajes siempre fueron puentes para conocer personas que marcaron mi vida con sellos de lacre roja: imborrables, firmes, cálidos e íntimos. Si la vida supo ponerme en mis viajes a personas con las que conecté alma con alma, también tenía que poder lograrlo en el país donde vivo.
El impulso se hacía cada vez más grande. Quería conectar profundamente con personas que estuvieran en un camino de búsqueda interior como el mío. Quería un espacio donde la vulnerabilidad, el respeto, la escucha y la empatía fueran virtudes que se cosechan cada temporada. Y curiosamente, no era la única en esa búsqueda. Afuera había más personas anhelando lo mismo: un refugio donde las palabras encuentren eco. Así, como si el destino ya hubiera tejido los hilos, Colmena comenzó a tomar forma.
El discurso de Theodore Roosevelt, The Man in the Arena, lo conocí gracias a la gran Brene Brown y desde la primera vez que lo leí —hace por lo menos cinco años— no pude quitármelo de la cabeza. Años después, en 2023 para ser exacta, y meses antes de que tuviera la idea de formar Colmena, me encontraba en Fargo, una ciudad en el estado de North Dakota. Una de esas tantas noches heladas del invierno del Midwest, me llevaron a cenar a Teddy’s Eatery, un restaurante temático del expresidente norteamericano. Cuando nos sentamos en la mesa, veo que sobre ella hay un cuadro con algo escrito. Quiero volver a traer la idea de que todo está sutilmente conectado. En ese cuadro se encontraba escrito a mano el discurso de Theodore Roosevelt.
Cuando mis ojos recorrieron esas palabras, sentí que la vida me hacía una especie de guiño. Ahí estaba de nuevo ese discurso sin que yo lo estuviera buscando. Tal vez cada paso que damos, cada idea que florece en nuestra mente, ya está de algún modo conectada con todo lo que vendrá después. Que nada es casualidad, y que incluso antes de imaginar Colmena, el mensaje ya me estaba esperando.
Con este discurso, Brene Brown comenzó su investigación sobre la vulnerabilidad, y a esto se refiere cuando dice atreverse a arriesgarse. Con este discurso decidí también iniciar el primer encuentro de Colmena. Me atreví a arriesgarme. Y, de alguna manera, el discurso sigue acompañándome, porque me recuerda que no solo vale la pena estar en el ruedo, sino también reunirse, compartir y escuchar a otras personas que, al igual que vos, están poniéndole cuerpo y corazón a la vida, y no se esconden detrás de la seguridad que te da mirar desde las gradas.
“No es el hombre crítico el que importa, ni aquél que señala cómo el hombre fuerte se tambalea. El mérito es del hombre que está en el ruedo, con el rostro cubierto de polvo, sudor y sangre; del que lucha valientemente; del que erra; del que fracasa una y otra vez, porque no hay intento sin error ni fallo; del que realmente se esfuerza por actuar; del que siente grandes entusiasmos, grandes devociones; del que se entrega a una causa digna; del que, en el mejor de los casos, acaba conociendo el triunfo inherente a un gran logro, y del que, en el peor de los casos, si fracasa, al menos habrá fracasado tras haberse atrevido a arriesgarse con todas sus fuerzas.”
Theodore Roosevelt - 23 de abril de 1910.
Humanidad compartida
Cuando empecé el grupo, le había puesto “Colmena Mastermind”, lo que vendría a ser algo así como mentes maestras. Pero con el tiempo me di cuenta de que este no era un lugar de mentes maestras, sino de corazones maestros. Masterhearts. Corazones completamente humanos que se animan a mostrarse al mundo, y eso, puedo asegurar de primera mano, que no es tarea fácil. Corazones que se atreven a crear, a equivocarse, a salir al ruedo y dar lo mejor de sí. Corazones que piden ayuda porque saben que la humanidad es compartida. Corazones que se abrazan en su vulnerabilidad y encuentran en el apoyo mutuo la verdadera esencia del crecimiento.
Hoy en día considero el espacio de Colmena como un lugar de humanidad compartida. Vuelvo a la frase que traje al principio de Terencio, nada humano puede alienarme. La humanidad como un todo, que nos incluye a todos. Luz y sombra en todo su espectro. En una tarjeta que les hice a las chicas escribí: Mi humanidad está entrelazada con la tuya, porque solo juntas podemos ser humanas.
La vida es una experiencia individual, sí, pero esta se realiza colectivamente. Es en la presencia del otro donde descubrimos dimensiones de nuestra humanidad que, en soledad, permanecen veladas. Al encontrarnos es que emergen las partes más profundas, vulnerables y auténticas de quienes somos. Y es esta conexión, esa perspectiva del otro, lo que nos permite abrazar nuestra humanidad de una manera más plena y, a través de ella, construir un camino común.3
Yo quiero tener un millón de amigos4, no para llamarlos cuando estoy aburrida. Quiero tener un millón de amigos porque el canto se hace más alto. Este canto amigo es mi regalo al mundo, y al mismo tiempo, el regalo que el mundo me ofrece a mí. No nos olvidemos que la voz se expande cuando somos más cantando la canción.
Yo sólo quiero cantar mi canto
Pero no quiero cantar solito
Yo quiero un coro de pajaritosQuiero llevar este canto amigo
A quién lo pudiera necesitar
Yo quiero tener un millón de amigos
Y así más fuerte poder cantar
Si crees que este canto amigo es también lo que necesitas, las puertas de Colmena están abiertas. La humanidad que compartimos es la misma que la tuya, y en este espacio, cada voz cuenta y hace eco a las demás.
Nos reunimos de forma online, libre y gratuita todos los lunes para compartir un momento de charla y conexión. Además cultivamos la intención de seguir juntandonos presencialmente. Si queres ser parte de esta Colmena podes escribirme para que te sumemos al grupo.
Colmena es un espacio donde nos reunimos de forma online, libre y gratuita todos los lunes para compartir un momento de charla y conexión. Si queres ser parte podes escribirme.
Escribo desconocidas entre comillas, porque a pesar de que muchas nunca nos habíamos visto en persona, inclusive con algunas tampoco nos habíamos visto online, hay un espacio que compartimos que nos hace de alguna forma conocernos. Les aseguro que nadie en esa mesa era una desconocida.
Hablé de esto en el episodio del Podcast número 12 - Teoría de los focos de conexión y también en una entrada del Newsletter titulada ¿Qué veo cuando te veo? . En ambos profundizo sobre como el mundo exterior siempre actúa como espejo, y comparto esta teoría sobre cómo yo veo la manera en que las relaciones dan luz a nuestras sombras.
A prinicipios del 2020, cuando cree las bases de Le Mat Market escribí sus valores. Estos son: Brillar, respeto, profesionalismo, aprender, dar y, por último, hacer amigos. Nunca hubiera imaginado que ese valor de amistad se haría tan tangible con el correr de los años.
Fui testiga de la polinización en vivo! 😍 Jajaja y fue absolutamente conmovedor. Gracias Nati por abrir el corazón, por abrir las puertas de Colmena y recibirnos a cada una con tanto tanto amor 🧡 me encantó el concepto de masterhearts!!! Porque así se siente el espacio. Que sigan estos encuentros mágicos y se expandan a todas partes de mundo ✨